LA FUENTE DE CAMBROÑA

Filed Under () by eddy on viernes, 16 de julio de 2010

Posted at :

La Isla ha gozado en todos los tiempos de un poder de atracción singular, que hizo llegar aquí a familias de lugares diversos, para disfrutar las delicias del paisaje, del mar y del sol, del aire puro y de la montaña próxima.







Recuerdo agradable y placentero es el que a menudo evocan las jornadas transcurridas en La Isla en un período estival cualquiera, como grato y confortador es siempre el sano contacto con la naturaleza.







Un poco más atrás, los recuerdos de los abuelos del lugar proporcionaban datos impresionantes, mezclados con dichos y leyendas del más subido tipismo.







Una de estas leyendas es la que se refiere a la fuente de Cambroña, que brota cristalina en el prado del mismo nombre, situado junto a la playa.







Cuentan que allá en muy remotos años llegó a La Isla una familia procedentes de Castilla, compuesta de matrimonio y tres hermosas hijas, que venían buscando en el mar el remedio para la anemia que consumía a la mayor de ellas.







La fuente de Cambroña era tenida, por entonces, en mucho aprecio, por ser la única que conservaba la frescura de sus aguas aún en lo más ardoroso del verano. Allí se dirigieron un día las tres lindas muchachas. Después de aquietar la sed, se detuvieron para aderezar los cabellos, mirándose en el espejo transparente de las aguas. Y allí fue pasando el tiempo sin sentirlo, abstraídas como estaban por el murmullo del agua y la fragancia de las flores.







Cuando decidieron retirarse, no les fue posible hacerlo, Habían quedado presas del encanto, y sumisas bajo las aguas que antes las habían fascinado.







La noticia cundió, el sobresalto fue general, y el desconsuelo de los padres intensísimo. Los doloridos padres hubieron de volverse a su región, dejando encantadas en Cambroña a sus tres hijas, que eran la alegría de su vida.







Por el tiempo de la siega en Castilla, solían desplazarse allá los hombres forzudos de las provincias del norte. Su trabajo era muy estimado, y la remuneración que percibían no despreciable. También los vecinos de La Isla tomaban parte anualmente en esta accidental emigración.







Un año, durante su estancia en Castilla, los vecinos de La Isla se encontraron por casualidad con los desconsolados padres de las tres jóvenes encantadas. Después del primer intercambio de noticias, la madre se dirigió al que más confianza le ofrecía, para encomendarle la delicada misión de rescatar a las jóvenes. Tendría que poner en práctica, con toda exactitud, cuando ella le ordenara, conocedora como era de la fórmula del rescate.







El día que los hombres de La Isla habían de regresar de regresar a su hogar, ella, con lágrimas de sangre, amasó y preparó tres panecillos de cuatro picos, los entregó al vecino indicado, y le dio al mismo tiempo las instrucciones concretas para el feliz éxito en el asunto que poco a poco a ella le consumía.







El compasivo vecino guardó con todo cuidado los tres panecillos en su saco, y en compañía de los demás segadores emprendió el regreso al pueblo. Llegado a su casa se acostó a descansar del penoso viaje, no sin antes advertir a su mujer que no tocara nada de lo que en el saco había. La curiosidad de la mujer no pudo resistirse mientras dormía. Miró el saco, encontró los extraños panecillos y acuciada aún más de la curiosidad, con la mano quitó a uno de ellos uno de los picos.







¡Cuál no sería su asombro al observar que del panecillo roto brotaba sangre!. Atemorizada con el caso, colocó el pico roto en su sitio, y nada dijo a su marido.







Este, después del merecido descanso, se dispuso a cumplir la misión que le había sido encomendada. Tomó los panecillos y se dirigió a Cambroña.







Acercándose a la fuente, echó al agua uno de los panecillos, mientras pronunciaba la fórmula convenida: “Can Cambroña, toma el pan que te manda tu señora”. Al momento el caballo se convirtió en un cabello blanco, sobre el cual cabalgaba airosa la mayor de las tres hermanas. Librada del encanto, desapareció en veloz carrera en dirección a Castilla.







Echó luego al agua otro de los panecillos, pronunciando otra vez la frase, igualmente se convirtió el panecillo en un caballo blanco, sobre el cual salió cabalgando la segunda de las hermanas, entre los destellos con que resplandecían sus preciosas joyas. Al instante desapareció siguiendo el mismo camino que la primera, liberada como ella del encanto.







Seguidamente echó al agua el tercero de los panecillos, mientras que decía la frase. El panecillo se convirtió en un caballo blanco, sobre cuyos lomos cabalgaba la más pequeña de las hermanas. Pero el caballo no pudo andar porque estaba cojo: Era el que correspondía al panecillo herido por la mujer del labriego.







Imposibilitada para huir, la desilusión se apoderó de la inocente joven, y en sus rosados párpados se asomó una lagrima más brillante que la aurora.







Con forzada resignación la joven desdichada se sumió de nuevo bajo las mansas aguas de Cambroña, arrebatada por el encanto.







No obstante, pudo agradecer al labriego cuanto había hecho, y también le entregó una faja de color rojo con el encargo de que se la diera a su mujer.







El buen labriego retornó a su casa, pasando a través de un frondoso bosque, que ocupaba gran parte de los que hoy es arena suave de la playa.







Aquí se detuvo para recapacitar a solas sobre las recientes emociones. Colocó la faja de color rojo colgando de una de las ramas bajas de un roble, y cuando se disponía a tomar tranquilo asiento sobre la verde alfombra, vio con espanto que el árbol dejaba de existir instantánea y estrepitosamente, consumido por una roja llamarada.







Comprendió entonces la acción reprochable de su mujer, las pésimas consecuencias de la curiosidad femenina, y el castigo que a la compañera de su vida iba dirigido. Pero al fin se congratuló, porque los designios malignos se habían cumplido en aquel árbol, librándose la mujer de perecer abrasada.







Desde entonces un halo de misterio rodea a la fuente y al prado de Cambroña. No hace muchos años todavía, era un dicho común que en Cambroña había un encanto. Cuando los sencillos vecinos pasaban por la calle de Eteldiz, lo hacían con temor. Y no falta quien asegura haber visto al otro lado de la carretera a una hermosa joven, llorando sus penas, sentada en la pasadera del prado Juacón, donde se toma el sendero de la Ería que va hacia el molino y al monte Sueve.







Es la más niña y la más bella de las tres hermanas, que espera en Cambroña al galán que la desencante.















Enrique hidalgo



Junio de 1963